La luz era muy pesada, sólo los contornos y los colores apagados dibujaban con desgana la realidad. La espalda desnuda en una pared, la mirada perdida en la trivalidad de unos labios de mujer expulsando humo. Una atracción arcaica e inexplicable como la que genera el fuego o el continuo oleaje. Siendo la oscuridad lo único que vestía tu cuerpo, obligando a la realidad a dibujar tu figura como una leve silueta más propia de un lienzo del romanticismo que de la noche de un martes de mierda de otro mes de marzo.
La vulnerabilidad como arma de doble filo, nuestros latidos acompasados por la paz del ojo del huracán. La realidad diluviando contra la ventana, los relojes, minuto a minuto, recordando que todo es efímero y tu móvil iluminado por otra llamada de él. Y en cambio mi dedo pinta despacio el dorso de tu mano, tu respiración pausada alterna entre la oscura noche y el humo de un pitillo. Éramos la impotencia de un cuadro para representar el caos.
El silencio de dos alientos aburridos de respirar separados, de dos torsos momentáneamente liberados de una enorme presión. Las palabras son innecesarias porque ya hemos hecho todas las preguntas y nos hemos obligado a no respondernos a ninguna. Culpamos a la magia de todas las hogueras, de toda la ceniza, de todas las horas de complicidad gastadas en ocultar tu media sonrisa de labios rojos agachando la cabeza y en mis intentos de que no seas el motivo de todo lo que escribo.
Lo inexplicable siempre fue que pararas tu vida para subir conmigo a un tiovivo, que cambiaras tu cordura por un par de cigarros, alcohol caro y más versos que besos. Nunca entendí tu afán de jugarte el corazón a las cartas por mí, de elegir mi noche, y no la de él, aunque no hubiera estrellas.
Siempre busqué un porqué en tus ojos, pero ahora pienso que está en cómo te ves reflejada en los míos. Otros te mirarán como lo hago hoy yo, pero no verán lo mismo; ellos verán un retrato de un jueves lluvioso, yo contemplo la tormenta misma. Y puede que eso, explique todo.