Saca a las musas a bailar siempre que el quiera. Es capaz sentir la desesperación de la muerte en plena salud, y descorcha la botella del desamor solo por recordar a que sabe. Él es capaz de beber de la melancolía rodeado de éxito. Y no necesita a una bella mujer preparando café para citar al amor, ni del respaldo de unas sábanas impregnadas de su ausencia para saber qué es la soledad.

Capaz de canalizar la oscuridad de una noche con niebla en Tokio en unos sorbos de café. El conoce el miedo. El miedo en cada una de sus formas jamás creadas. De noche creará monstruos solo por la diversión de atormentarse, correr y huir, luchar contra ellos. Tiene poder de generar desdicha de cada suceso o brindarlo euforia mientras se enciende un cigarro más.

Viste a las musas y arma a sus demonios. Quien describe el frío como un vaho que corta la noche. Y como no, tiene deudas con la luna y con el amanecer que nunca podrá pagar. Vera amores en el fondo de un vaso de whisky entre dos hielos. O crea recuerdos para poder beber y olvidarlos. Duda por diversión y regala confianza para poder decirse “te dije que no era buena idea”.

Planifica toda una vida tras otra en los posos del té. Traza planos sobre rutas que aún no existen. Lleva reloj, pero no mirar la hora. Siempre sabe dónde está norte pero le gusta perderse. El se viste de su sonrisa siempre que quiera o llora porque es el final de la primavera. El que reprocha a Dioses un destino que ha elegido. El que disfruta de ver sus cicatrices cada vez que se viste. A ese que la vergüenza y los temblores aún le afectan pero disfruta de ellos, y que el miedo, lejos de bloquearle, lo libera.

Nombró rey a imaginación y se tatuó “que la belleza salvará el mundo“ en la muñeca. Se vistió con una flor en la solapa y una libreta en la americana. Cargo de poemas y de miel sus labios.

Un revolucionario.

Un artista.

Un genio.