“En la vida ocurre lo que en el ajedrez. Trazamos un plan, pero ese plan está condicionado por lo que quiera hacer, en el ajedrez, el adversario, y en la vida, el destino. Las modificaciones que el plan sufre con ello son casi siempre tan grandes en su ejecución apenas resulta reconocible de cómo era al principio”
Siempre tengo el vaso vacío, no porque tenga líquido en él, si no porque siempre quiero más.
No muy lejos de donde tengo los planos están un grupo de tableros de ajedrez. Uno es donde juegan mis demonios, uno es las blancas, otro las negras y el ultimo hace trampas. Hay tres tableros pequeños donde las negras van ganado, y de ellos aprendí que una mala jugada puede hacerte perder tu reina; llevo tiempo sin mover fichas, no quiero terminar las partidas porque sé que están perdidas. Hay dos tableros centrales, las piezas son de mármol y las casillas las forman trozos de carbón y arena blanca. En uno juegan desde siempre dos sombras, una de luz clara trasparente y pura –Las blancas- y enfrente otra oscura, turbia, enrevesada y egoísta -Las negras-. La partida lleva jugándose desde que tengo uso de razón, y no siempre gana la misma sombra, lo que sí que he aprendido es que gana la que yo alimente, cada vez que las blancas ganan un partida se enciende una vela dando luz al ateneo, cuando lo hacen las negras un viento sopla apagando alguna vela al azar, o eso creo.
En el otro tablero juego yo, mientras mi ego mueve las del rival, veo las opciones que tengo y qué hacer si el adversario juega algo inesperado. Es mi partida y no suelo perder, aunque he aprendido a no planificar más de la cuenta. Disfruto, a veces, de perder a propósito. Otras, cuando veo que la jugada del adversario va a ser bella, hago como que no me entero y disfruto de la masacre, de mi derrota.
Hay un tablero más, solo que no es una partida de ajedrez convencional. Llevo mucho tiempo jugando la misma partida y aun no conozco todas las reglas. El tablero es amplio, todas las casillas son blancas. Yo solo dispongo de un peón, no es blanco ni negro, si no gris. No tengo fichas enemigas, o al menos a «priori». Solo hay mas fichas por el tablero, algunas se mueven otras son estáticas, otras gritan qué debo hacer y otras me impiden el movimiento. Solo hay tres que temo, son negras con forma de gárgolas y no me quitan el ojo de encima. Las reglas del juego se modifican a cada movimiento, estos se quedan gravados en una pared blanca que hay cerca. Disfruto de leer, algunos movimientos del pasado. Otras veces intento borrar cosas que quedan escritas, pero se queda en eso: un intento.
No me gusta el ajedrez, no me gusta pensar en jugadas pero adoro huir de los jaques. Sobre todo me doy cuenta de algo no siempre recuerdo, que para ganar hace falta sacrificar piezas.
Sigo teniendo sed.