Todo era normal, todo fue bien, todo salió mejor de lo que esperaba.
Llevaba meses detrás de ella, y yo me había dado por perdido. Seguía por inercia el eco de sus pasos y todavía me robaba alguna sonrisa sus inocentes miradas, deje de montar planes absurdos, deje de intentar estar todos los días juntos. Mi vida se limitaba a emborracharme de ese licor tan caro que es la melancolía, no fui el primero, ya lo hizo Dante, que le servía en vasos grandes este néctar Beatriz o el mismo lord Byron que lo usaba como materia prima de sus obras románticas, nunca fue buena idea enamorase de cosas imposibles. Como decía mi vida era continuo estado de embriaguez de pequeños momentos de lucidez en una esperanza que se consumía por momentos. Hacía deporte, bebía a menudo, fumaba por norma y me divertía por vicio, mi vida era de éxito aparente y de fracaso obvio. Una semana, podríamos decir “la” semana, de la cual hoy hago culpa de mi tormento y de los whisky con hielos, todo fue extraño. Empezaba a cansarme de hacer trampas en este juego de tres donde yo no tenía ni buenas cartas, ni credibilidad para ir de farol. Solo era mero espectador de cómo él ganaba cada mano y obviamente su mano. Pero bueno entre ases, comodines y pequeños engaños seguía en la partida de la que me iba a levantar. Esa semana empezaron a llegar los ases del crupier sin tener que sacarlos de las mangas de mi camisa, empezaba a poder jugar y recuperar dinero, las conversaciones nocturnas, los caminos más largos para evitar despedirnos, el “sí” a cualquier plan, la sonrisa como aprobación de actos de locura mezclada con soberbia. Fue ella la que construyó el plan ese jueves, y ojo, el verbo no está elegido por mera belleza estética, primero fue su llegar tarde a la hora fijada ayer, luego sus labios rojos y su falda con vuelo, después su insistencia en que no había prisa en volver. Cambio el rojo carmín por la fría nata de un helado, y luego intercambiamos miradas a través del fondo de cristal de jarras empañadas de cerveza. La música clara, pero la verdad poco importante, eran risas, la letra de canciones que desconocía media población y un intercambio violento de opiniones sobre gente, gente en general: los que pasaban, los que se besan, el camarero, el de tal carrera…
Me cedió la impresión, porque eso fue todo, de que la tarde la dirigía yo, que llevaba la batuta ante tal sonata que sonaba en mis oídos poco creíble a estas alturas de la partida. Yo sabiendo que aunque la mano era buena, dos ases en mesa, y uno en mi mano mal acompañado de una reina, busque la trampa y conseguí el póker, lícito puede que no, pero en el juego y en amor todo vale. Me atreví a ser más abierto, en asegurarme que no se cayera sujetando su cintura, en el buscar su sonrisa y el que estuviera siempre colorada fueron mi ofuscado objetivo. Aposté fuerte, ella con una sonrisa en la cara dijo:”¿Vas en serio?”
No esperó respuesta y apostó todo, sabía que era un farol, ella se limitaba a ver sus cartas mientras el tercer jugador me quitaba la opción de jugar con grandes apuestas, y la posibilidad de ganar; bueno de ganarla. Te paraste, me miraste. En la mesa lucían cartas que llevan ahí desde el principio, el 10 de corazones que se materializaba en tu soberbia forma de vestirte aquel día, el as del mismo palo, rojo como tus labios, y la jota de corazones que sostenía en sus manos decenas de horas de conversaciones absurdas, cervezas frías y abrazos tímidos y muy contextualizados. En tus manos, el rey de corazones, y tus manos en mi cuello y cintura. Tus labios dejaron de ser tuyos para ser míos, pero ¿Para qué los necesitas si sabes que vas a ganar la partida? Y por último, la reina de corazones, fiel réplica del cuento de Alicia, fiel sueño y obligada obediencia a todos tus mandatos, pues en riesgo estaba la cabeza.
Perdí la cabeza, mis manos en su cuerpo y la partida, pero no importo porque la gano ella. Quise acusarla pero, ¿De qué? ¿De hacer trampas mejor que yo?