Hacía frío, volvíamos casa como siempre. Las calles estaban desiertas. Era bastante lógico, ya que eran las 3 de la mañana. Aún así la desolación era incalculable por culpa de la niebla, una niebla muy densa. Hacía que la calle, los edificios, los coches desaparecieran a los pocos metros. Estábamos callados, tú guardabas tu boca debajo de la bufanda y mirabas al suelo. Yo llevaba las manos en los bolsillos, me estaba echando en cara haberme dejado los guantes en la mesilla de mi cuarto al salir esta noche. Lucía una nítida sonrisa, tal vez demasiado nítida, ya que me preguntaste:
-¿Por qué sonríes tanto?- Me miraste a la vez que inclinabas un poco la cabeza. La pregunta era inocente pero la respuesta era comprometida: el motivo de mi sonrisa probablemente fueras tú.
-Me gusta la niebla.- Dije sin pensarlo mucho.
-¿Y por qué te gusta la niebla?- Dijiste como una niña pequeña que necesita una respuesta para cada cosa que le fascinara. Cogiendo aire empecé a decir:
-Es bonita, ademas de que te permite aislarte de todo, hace que parezca que no existe nada excepto lo que tienes muy cerca, en este caso tú.
-O sea que en el fondo la sonrisa es por mi culpa ¿No?- Tu cara esbozaba una sonrisa de satisfacción. En un principio pensé en negarlo. Pero era verdad, así que me limité a estar en silencio con una tímida sonrisa.
Quedaban pocos metros para llegar al punto en el que nos separábamos. Al llegar nos quedamos parados el uno frente al otro. Como no quería irme a casa me apoyé en la pared. Tú, leyendo el movimiento, te pusiste enfrente. Bastante cerca. No me extrañó, ya que hacia frió y buscabas calor.
-Pues a mi no me gusta la niebla- Dijiste con cara de enfado- Se me riza el pelo.
No entendía como podías ser tan coqueta de preocuparte por tu peinado a las tres de la mañana. Viste que me reía y te enfadaste. Hiciste ademán de irte. Te agarré del brazo para después cogerte de la cintura.
-Solo estaba sufriendo por lo desgraciada que eres- Me diste un golpe en el pecho, pero tu sonrisa brillaba en esa fachada de enfado. Después del forcejeo habíamos quedado muy cerca el uno del otro. Me vi obligado a decir:
-Se hace tarde.- Bajaste la vista mirando tus zapatos. Había pensado en momentos más claros, en los que la cosas fueran más fáciles, que fuera algo mutuo. Había soñado hasta que eras tu la que me pedía el beso, o incluso la que me besaba saltándote todas las estúpidas tradiciones en las que el chico poseía ese privilegio o condena. Pero supe que los momentos perfectos no existen. Subí tu barbilla con mi mano, te miré a los ojos, y junte mis labios con los tuyos. Fueron segundos que parecieron años. Me separé casi al instante. Tuve miedo de que te hubiera sorprendido o molestado, o de que pensaras que era un imbécil.
– Nos vemos mañana ¿No?- Dijiste con un amplia sonrisa en la cara. Asentí con la cabeza. No tenía muy claro si podía hablar en ese momento. Ese día me quede un rato solo, mirando en la dirección el que habías desaparecido, rodeado de esa tupida niebla. Pensé que iba ser un adiós, pero me di cuenta que fue un eterno “hasta mañana”. Incluso ahora era un “hasta pronto”.
Mi sombrero voló un par de metros hasta el barro.
-Oye pequeña coge a tu anciano abuelo el sombrero- Le dije a mi nieta de 8 años que estaba junto a mi mirando la lápida blanca en la que estaba el nombre de su abuela. Lo cogió.
– No te irás pronto con ella ¿Verdad?- Su mirada de tristeza me encogió el corazón.
– No, hija no. Lo último que me obligó a prometer tu abuela es que tardaríamos en volver a vernos- Recordé como me lo dijiste la noche anterior, cuando estabas tumbada en la cama. Dijiste algo como: «Llevas toda la vida esperándome, porque siempre llegaba tarde. Ahora me toca a mi”. No puedo evitar sonreír al recordarlo.
-¿Y lo vas a cumplir abuelo?- Dijo mientras me daba el sombrero.
– Nunca se me dio bien llevar la contraria a tu abuela. Vamos, es tarde y nos hemos quedado muy atrás.- Sonrió.